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¿Pueden las miradas hablar?

2:49 pm Thursday, 23rd January, 2020

El diálogo imaginado se producía en perfecta sincronía telepática entre los dos. Absortos en sus ensoñaciones, se imaginaban con la piel al aire, con las bocas sedientas y las manos inquisitivas.

Él tenía un acento exótico y una apariencia salvaje pero contenida. Ojos rasgados de azul zafiro. Boca esponjosa y piel clara. El cabello, de un rubio apagado, aparecía recogido en una trenza tomada, cual vikingo moderno.

“Quiero que me arranques con tus manos la ropa y me muerdas en el cuello. Quiero que mi piel sienta tu tacto y mis labios hambrientos devoren los tuyos. Quiero sentarme en tu regazo y sentir el bulto portentoso y palpitante que se esconde bajo ellos. Quiero que rompas mi cinturón y que tus dedos surquen por mi entrepierna húmeda…”

Todo eso pensaba ella mientras lo contemplaba con un disciplinado control. La tormenta estallaba en su interior, indómita. Su exterior era un remanso de paz impredecible. Su coño era una fuente de humedad interminable.

Él la contemplaba con la misma intensidad calmada. La media melena morena de ella se dibujaba en ondas suaves que relucían de color caoba cuando los rayos que desprendía el sol tras los ventanales del tren se colaban entre sus hebras. Sus pechos se apretaban en una camisa ajustada escarlata y sus labios de color carmín, semejaban frutas adictivas. Su piel ligeramente bronceada y sus ojos negros como el carbón contrastaban por completo con su propia apariencia. Y eso le encantaba.

“Quiero empotrarte en algún rincón oscuro donde nadie pueda vernos pero sí puedan encontrarnos. Quiero despedazar toda tu piel en mi boca, lamer cada resquicio de tu humedad. Quiero impregnarme de ti. Quiero follarte fieramente. Quiero atarte con mi cuerpo y que nunca puedas zafarte de mis cadenas. Quiero un polvo tan salvaje y audaz como nunca me atreví a tener”.

Ólafur era un islandés de carácter agradable, amable y cortés. Lo habían educado en un ambiente extremadamente correcto y se había criado en una sociedad donde los sentimientos se solían expresar en un silencio dócil y tranquilo. La intensidad de sus emociones se dejaba para la ficción de los sueños. Pero ahora no estaba en Islandia y sentía lo que muy probablemente sintieron sus salvajes ancestros; la sangre hirviente de un guerrero apunto de conquistar violentamente un nuevo territorio.

Lucrecia era de carácter apasionado y temperamental. Estaba aprendiendo a manejar y controlar su genio a base de clases de yoga, mindfulness y alquilando gurús “new age“ que mezclaban magia de revista con psicología de folletín. Así que pensó que aquello era una prueba que le enviaban los dioses del destino. Discreta, callada, controlando el subir y el bajar de su respiración… pero con una mirada, no obstante, que la traicionaba por completo y la hacía mantener un diálogo de lujuria indominable.

Estaban sentados en una de las mesas del tren; uno enfrente del otro. Sus rodillas casi se rozaban debajo de la mesa, pero ambos permanecían estáticos. Sus miradas se habían encontrado y allí se habían quedado, alejándose del margen de lo correcto. No sabrían decir si fueron segundos o minutos. Pero mantuvieron ese diálogo cargado de deseos durante un buen rato, en el que comunicaron abierta y silenciosamente lo que querían.

Fue ella quien decidió dar por finalizada la conversación de miradas. Se levantó empezó a caminar hacia el vagón más aislado de todos, abriendo puertas y sorteando gente que se encontraba por el camino. Llegó al último, donde sólo una pareja dormitaba tranquilamente y una anciana leía el periódico con lentitud premeditada. Entró en el pequeño cubículo del cuarto de baño y esperó. La espera tardó lo que tarda una estrella en morir. Su piel vibraba y su entrepierna palpitaba. La puerta se abrió y apareció él tras ella. Introdujo su largo cuerpo en el pequeño cubículo y se apretó contra ella.

Se miraron… y en esa mirada sentenciaron su deseo. Él la agarró por las caderas y la empujó contra la pared, dejando que sus labios cayesen ávidos sobre los de ella. Se comieron sus bocas. Enroscaron sus lenguas. Él la empujaba contra la pared, como queriendo fundirse con su cuerpo. Ella podía sentir su protuberancia alardear y desesperarse dentro de sus pantalones. La agarraba por el pelo. Le comía el cuello. Le arrancaba la camisa y sacaba sus pechos de su sujetador. Le chupaba los pezones. Ella se quedaba sin aliento. Sentía cómo se derretía. Salían suspiros y gemidos. Se le electrizaba la piel.

Bajó su pequeña mano hacia su entrepierna hinchada. Lo palpó. Estaba duro como una piedra. Él le bajó los pantalones vaqueros. Luego las bragas. La miró. La besó. Introdujo sus dedos dentro. Ella gimió en su boca. Él se separó y bajó a su coño. Su lengua se encontró con su humedad y bebió de ella sediento. Ella no quería venirse tan rápido. Le arrancó la cabeza de sus muslos y lo atrajo hacia su boca. Lo miró intensamente.

“Fóllame ya”, decían sus pupilas.

Él se deshizo de su cinturón, de sus pantalones y de sus calzoncillos en un sólo movimiento mágico. Ella relamió sus labios en cuanto vio la envergadura de su polla hinchada y tiesa. La empujó contra la pared de los baños. Se hizo de rogar. La rozó con sus labios a lo largo de su cuello. Y luego… en una magistral embestida, la llenó con su miembro. La agarró del pelo, obligándola a mirarlo mientras la follaba salvajemente, como nunca antes había hecho. Ella llegó al orgasmo tan rápido como nunca antes le había pasado. Y finalmente él, terminó en sacudidas, dejando que su leche derramarse entre sus muslos.

Tras el clímax, se limpiaron. Se vistieron. Se besaron lentamente, saboreándose por última vez. Se miraron. Se dieron las gracias. Siempre en silencio. Y volvieron a sentarse en sus sitios. Ambos cerraron los ojos, ya con todo dicho y hablado, y esperaron a llegar a su destino, donde finalmente dijeron adiós, con la mirada, siempre con la mirada….




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