El misterioso voyeur

Sara sabía que tenía un vecino mirón. Escondía su nariz aguileña tras los visillos de sus cortinas pero ella podía sentir la profundidad de su mirada pervertida y lujuriosa más allá de las ventanas, de las persianas o de cualquier lugar en el que intentara esconderse.

David recién había cumplido los cuarenta y trabajaba desde casa como diseñador informático. Era un personaje con clase y atractivo, pero introvertido y con cierta aura de misterio. Vestía siempre de negro, preparado para cualquier funeral imprevisto y tenía unas grandes manos que parecían haber sido forjadas para el más exigente trabajo físico. No se sabía más nada de él.

Sara lo había visto solo una vez en la calle, vestido con una gabardina negra, pulcro e impoluto, pero una gran mirada inquisitiva y profunda. No le dijo nada, pero sintió su intensidad clavada en ella, hasta que desapareció tras el portal de su edificio. Sin querer había logrado que su pulso se acelerara y que se le humedeciera su entrepierna, como si él hubiera ejercido alguna clase de sortilegio sobre ella.

Sara era una chica menuda, morena y de piel aceituna. Tenía los ojos pardos y una melena castaña que caía en cascada hasta su cintura. De curvas suaves pero sinuosas, vivía todavía postergada en el recuerdo de una relación fallida y tormentosa. Por eso la imaginación de un amante misterioso, era su salvación a la fría monotonía de su vida como administrativa en una multinacional. Sara no tenía una vida sobresaliente ni destacaba por su extraordinariedad. La misma rutina, la misma disciplina, las mismas amistades, los mismos locales, los mismos domingos tirada en el sofá intentando buscar una ficción televisiva que supliera el vacío de su pobre existencia.

Cuando percató de la presencia de David, su mente empezó a formular diferentes historias subidas de tono sobre el misterioso sujeto. Pero cuando se dio cuenta de que la observaba descaradamente desde la ventana de su piso, justo en frente de la suya, su imaginación y humedad dio un vuelco. Ya no eran solo sus simples fantasías, sino que estas podían estar siendo compartidas en cada momento que él la espiaba tras sus cortinas. Se lo imaginaba con su gran miembro hinchado y palpitante, deseoso de obtener una satisfacción, deseoso de probar su cuerpo y hacerla sucumbir al placer más extremo.

Pero una cosa era su imaginación y otra cosa muy distinta era llevarlo a la práctica. En ningún momento se le ocurriría a Sara ir más allá de las fronteras de su imaginación. Había nacido en el seno de una familia tradicional y conservadora. Aunque se había independizado y el mundo había ido cambiando y modernizando sus valores, todavía pesaba la educación que había obtenido cuando era una niña.

En el rincón de su habitación más oscuro se complacía en darse placer a sí misma, en masturbarse pensando en que él la cogía por detrás mientras caminaba a su casa, la empotraba en el corredor oscuro antes de las escaleras que subían a su piso, le bajaba la falda e introducía su polla en su coño húmedo mientras sus grandes manos apretaban con delirio sus pechos.

Hasta que un día la imaginación no fue suficiente y quiso ir más allá. Era un sobrio domingo de tarde. La luz diáfana de la habitación de él sombreaba su silueta, que se movía de aquí allí a allá, transportando su peculiar nariz allí a donde fuera y delatándose cada vez que se paraba para observar su habitación.

Entre palomita y palomita, Sara bebía pequeños sorbos de vino tinto mientras contemplaba una escena erótica de su serie favorita, al tiempo que dirigía una mirada furtiva a la habitación de su misterioso vecino. Quizá fuera por la pequeña embrigaguez del vino, por las sugerentes imágenes que se mostraban en la pantalla de su televisor. Pero de repente decidió romper por completo con su rutina, con sus valores y sus ideales.

Situándose en frente de la ventana, empezó a desnudarse lentamente. Fue sacando primero la camisa del pijama, luego el pantalón hasta que se quedó en sujetador. Al principio él parecía no haberse percatado hasta que vio como movía su cabeza y ésta quedaba fija tras las cortinas. Ahora sí la estaba viendo. Sara empezó a tocar sus pechos, sacando lentamente el sujetador. Luego bajó su mano y la introdujo por dentro de sus bragas. Con la punta de su dedo índice empezó a frotarse el clítoris de manera circular. Casi podía notar como él bajaba también su mano a su entrepierna.

Eso la hizo humedecerse. Y más cuando obtuvo consciencia completa de que estaba allí parada, casi desnuda, mostrándose a un completo desconocido. Más aún, masturbándose en frente de él. Sacó su mano de las bragas y las bajó, quedando completamente en cueros. Luego se dirigió al sillón más cercano y lo acercó a la ventana, de manera que se sentó en él, con las piernas abiertas completamente, mostrando su vagina húmeda y deseosa a él. Vio cómo la silueta de su brazo se movía más rápido.

Sara se sintió en la cumbre del placer. Según más consciente era de la situación, su placer aumentaba. Empezó a introducir sus dedos con una mano a la vez que frotaba su clítoris con desesperación. Finalmente se corrió en grandes sacudidas, arqueando la espalda y con las piernas temblando.

Se sintió relajada y… extraña. La silueta de la ventana se movió. Entonces vio la enorme polla erecta que había estado masturbando. Bajó su mano y le dejó ver como se la tocaba a más velocidad, hasta que finalmente paró, quizás porque había finalmente llegado a su límite.

Él desapareció tras la ventana. Ya no volvió a ver su silueta rondando por la habitación. Sara, con cierta desgana, se levantó y empezó a ponerse su ropa interior. Sorprendentemente, después de esta escena, se quedó con ganas de más, de mucho más…

Si sólo él apareciera tras la puerta de su casa…


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