Trátame como una perra, por favor

No recuerdo el día ni las palabras exactas que usé, pero le dije a mi marido que me tratara como una perra. Solo recuerdo la cara que puso; o más bien la mueca que le quedó al procesar su mente, un par de segundos, mis palabras. Aún recuerdo, como si fuera ahora, sus ojos desorbitados y la gran O qué dibujó su boca. Si alguna vez a la palabra asombro se le pudiera poner un rostro, esa sería la cara que puso mi marido. Pocos meses después nos separamos; él deseaba su confortable, monótona y aburrida vida sexual vainilla y yo, deseaba ser tratada como una perra. Yo siempre he sido una mujer normal, convencional. Con poca imaginación en muchos ámbitos cotidianos como el sexual y hasta diría que aburridamente simple. Pero todo eso cambio una tarde al volver del trabajo. Estaba cansada y al subir al vagón de metro me senté en el primer asiento que vi vacío. Al sentarme noté “algo” debajo de la falda. Me levante y vi uno de esos periódicos gratuitos que se reparten en comercios y bocas de metro. Tenia por delante quince paradas antes de apearme de mi vagón, así que empecé a ojear las páginas de aquel ejemplar gratuito. Pasé de las páginas de deportes y sociedad, los anuncios y sección de política que eran casi todas las páginas restantes hasta que vi la contraportada. “Encuentra tu rol en el BDSM”. Yo no sabía que era el BDSM y, con dificultad, lo que significaba la palabra rol. El artículo me enganchó, tanto, que me llevé el periódico a casa. Lo releí más de veinte veces y cada vez me atrapaban más y más las palabras de aquel artículo. En él se explicaba como una mujer, normal y corriente, como yo, se había transformado en una perra gradualmente. Te explicaba porque hueles todo aquello que te vas a llevar a la boca y porque lo lames primero. También porque, sin saberlo, deseas tener sexo en grupo. Y te explicaba por qué deseas pertenecer a un macho y entregarte a él. En definitiva, una guía en la que yo me identifique en muchos puntos sin ser consciente de ello. Una tarde, al volver del trabajo, me paré en un bazar chino y compré un comedero para perros. Básicamente, un cajón (parecido a una caja de zapatos) con dos orificios grandes cóncavos para el agua y la comida. Una noche, a escondidas de mi marido, pasé por la sartén un poco de carne picada y la introduje en uno de los orificios y en el otro puse leche fresca de la nevera. Me recogí el pelo en un moño, me desnudé por completo y deposité el comedero en el suelo. Me arrodillé delante de mi comedero, separé mis piernas hasta que mi clitoris rozó el suelo y mi boca tocaba bien el comedero. Olí aquellos alimentos y los palpe con mi lengua; en ese instante me noté el coño mojado y toda yo muy excitada. Los pezones se me endurecieron y al tocarmelos me excité aún más… empecé a jadear y me daban ganas de ladrar; me contuve y empecé a comer la carne picada. Tenía habré canina y al darme sed pensaba que tendría dificultades en beber la leche pero no, pude beber bien el líquido mojando la lengua y haciendo cuchara hacia arriba; en pocos minutos aprendí a beber del comedero como una perra. Mantenía las piernas bien separadas, el coño rozando el suelo y los pezones, duros como piedras, rozando las baldosas que, al moverme de aquí para allá, se paseaban por las uniones entre las baldosas provocándome gran placer. Fue al terminar de comer y beber que también me corri. Jadeaba amorrada al comedero, lo abracé con una mano y con la otra me pellizcaba, alternativamente, ambos pezones. Tenía el coño bañado en una gran corrida y mi ano estaba muy dilatado, en pompa y deseando ser embestido por una buena polla, gruesa y larga. Deseaba ser enculada sin piedad ni miramientos en ese preciso instante, presa de la excitación volví a jadear o casi aullar y fue al mirar desesperada a mi derecha e izquierda que vi el cajón verdulero al lado de la nevera; a escasos treinta centímetros vi un hermoso y grueso pepino de un palmo, como mínimo, de largo. Estiré mi brazo y mi mano se hizo con la llave de mi felicidad sexual. Me lo clave de uva embestida, sin miramientos, y hasta el fondo. Me tuve que morder en mi antebrazo para no gritar del gusto que me vino. Lloré de felicidad mientras el pepino entraba y salía de mi ano. Dios mío, cómo podía estar disfrutando tanto. Jamás me había corrido tanto y tan bien en mi vida y aún no había terminado. Con el pepino totalmente clavado en mi ano, me incorporé un poco para que el pequeño extremo que sobresalía tocara el suelo, Una de mis manos se dedicaba a pellizcar mis pezones, duros y a la vez excitados cómo nunca antes, y la otra mano me musturbaba el coño. Movía mis caderas hacia adelante y hacía atrás notando un gran placer en mi ano. Me orgasmé tocándome el coño y pelluzcándome los pezones. Solté un gran alarido y muchas palabrotas, me decía a mi misma que era una perra, una puta perra. En ese momento deseé tener mi collar de perra y hasta pensé en mi nombre… de perra. No sería Mimi, Kiki o Laika, deseaba grabar en la placa “guarra”; ese me ponía mucho. Deseaba ser tratada, desde ese mismo instante, como una perra y ser llamada, en privado o público como guarra. Me sentía bien, por primera vez en mi aburrida e insulsa vida, me sentía bien, me sentía viva y realizada… como perra.

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