La cama estaba fría. Te desnudé lentamente. Me buscabas incesantemente con tus labios y te correspondía sin dejar en ningún momento la delicada tarea de librarte de tu ropa: ahora una blusa, ahora los pantalones que se resistieron a ceder, el momento mágico del clic del sujetador y el impúdico de las bragas bajando por tus piernas enrolladas, casi invisibles. Tú también me desnudaste recreándote en los botones de la camisa, dibujando con el dedo el camino imaginario del esternón al ombligo. También luchaste contra el botón de la cintura, tras haber vencido en dura lucha a la hebilla del cinturón. Y así yacimos finalmente uno sobre otro, envueltos en un abrazo, en un único e interminable beso hasta que llegó la caricia.
Era una caricia externa, desconocida, de manos extrañas que no cumplían con el patrón de tus caricias. Resultó como la chispa que encendió un escalofrío surcando mi espalda a la velocidad de la luz y dejó en tensión todo mi cuerpo. Esa caricia pasó de mi brazo al tuyo y se unió a otra caricia también extraña, externa y desconocida que aumento mi pasión. De pronto vi una mano en tu pecho y sentí otra en el mío que no dibujaba el camino imaginario del esternón al ombligo, sino que se recreaba en mis pechos, en los pelillos que lo coronaban, en los hombros. Era otro deseo diferente al tuyo, otra fantasía y se notaba en el tacto y en la búsqueda, en los gestos a los que no estaba acostumbrado.
Mi mano también busco otro pecho y otro cuerpo que acariciar. Dos cuerpos se aproximaron hasta los nuestros hasta encontrar la piel, las miradas ocultas en la penumbra y las caricias. Buscaban nuestro calor. La cama estaba fría.
